martes, 8 de octubre de 2013

... yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.




 
 
 
Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado, tanto, que no podía arrear

a su jumento. Cuando así le vio don Quijote, le dijo:

-Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta que es

encantado sin duda, porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo 
 
contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo

esto por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral mirando

los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos pude

apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro por

la fe de quien soy que, si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado

de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para

siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballería, que,

como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano

contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y persona, en

caso de urgente y gran necesidad.

-También me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera armado caballero,

pero no pude; aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo

no eran fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino

hombres de carne y de hueso como nosotros; y todos, según los oí nombrar

cuando me volteaban, tenían sus nombres: que el uno se llamaba Pedro

Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan

Palomeque el Zurdo. Así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral ni

apearse del caballo, en ál estuvo que en encantamientos. Y lo que yo saco en

limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al

cabo, nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cuál es nuestro

pie derecho. Y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento,

fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega y

de entender en la hacienda, dejándonos de andar de Ceca en Meca y de zoca

en colodra, como dicen.

-¡Qué poco sabes, Sancho -respondió don Quijote-, de achaque de

caballería! Calla y ten paciencia; que día vendrá donde veas, por vista de ojos,

cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime, ¿qué mayor contento

puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una

batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna.

-Así debe de ser -respondió Sancho-, puesto que yo no lo sé. Solo sé

que después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no

hay para qué me cuente en tan honroso número), jamás hemos vencido batalla

alguna, si no fue la del vizcaíno, y aun de aquella salió vuestra merced con

media oreja y media celada menos; que después acá todo ha sido palos y más

palos, puñadas y mas puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento y

haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme,

para saberlo hasta donde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como

vuestra merced dice.

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